jueves, 1 de marzo de 2012

Solitude (IX)


No hay nada más ajeno a la naturaleza de Dios que la soledad. Por eso, si bien la Trinidad es un misterio inabarcable, al menos resulta bastante inteligible que Dios no sea simplemente el pensamiento que se piensa a sí mismo, así sin más. Es eso, sí, pero un pensamiento que es amor fecundo, que engendra y, encima, subsiste. Es Familia.
Para el ser humano, en cambio, la soledad es un sentimiento familiar —seres paradójicos, al final y al cabo—, que nos acompaña siempre. Por mucho que estemos acompañados, siempre hay un resto de soledad, porque el yo más íntimo es incomunicable. Y por muy solos que estemos siempre queda un recinto, aunque no lo sepamos, ni lo queramos, donde está Dios. El único que conoce ese ser intímisimo. "Eres más íntimo a mí que yo mismo", diría san Agustín. La soledad, de algún modo, nos constituye tanto como el amor. Al menos en esta tierra. Por eso Cristo, al hacerse hombre y asumir todas nuestras miserias y dolores, asumió también la soledad más tremenda. Una soledad humana, que para Él, que también era Dios, no podía menos que ser una soledad absoluta. Una soledad que un hombre tan sólo puede probar, pero no beber hasta las heces.
Cristo —que era Dios— había estado siempre tan unido a su Padre, con una unidad y una cercanía tan profunda, tan íntima, que nosotros, seres solitarios por condición, no podemos llegar a imaginar y mucho menos a comprender. Por eso cuando llega el momento, el peor de todos, cuando la angustia llega a su punto álgido y el Padre abandona al Hijo, la soledad de Cristo se hace grito que desgarra hasta las tinieblas: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Es una soledad tan humana, tan divina que rompe el corazón de Dios. Sólo quien puede llamar "mío" a Dios con absoluto rigor —tan mío que es de mí mismo— puede sentir la soledad absoluta, la que nadie más sentirá, porque el que la padeció en sus entrañas no dejará que nadie más la enfrente desarmado. (El arcoiris, con todo lo bello, aquí se queda corto).

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